LA VIOLENCIA NO ES EL CAMINO

Distintas instituciones, desde el Gobierno central a la Comunidad de Madrid, pasando por la Defensora del Pueblo o la Delegación del Gobierno en la capital del país, afrontan estos días el debate sobre el modo en qué se pueden evitar los graves altercados protagonizados el pasado domingo con motivo de la Marcha por la Dignidad.
El elevado número de heridos se ha saldado en esta ocasión con un mayor peso en el ámbito de las Fuerzas de Seguridad del Estado. El otro plato de la balanza es el que aportaba ayer mismo la actuación de un grupo de estudiantes enfrentándose a varios individuos cuyo objetivo –a todas luces evidente– era el mismo que grupos sin duda organizados protagonizaron el pasado domingo. En una sociedad plural y democrática, aunque ciertamente agredida por determinadas políticas, siguen sin poder justificarse determinadas acciones. Cierto es que la crispación se encuentra al límite de lo soportable y que toda acción reivindicativa, de protesta en suma, puede estar sobradamente justificada. Se palpa en la calle el descontento bajo el triste argumento –no el único pero sí el más importante– de la elevada tasa de desempleo y de una recuperación que todavía hoy está lejos de tener un reflejo en una sociedad exhausta.
Es el derecho a la libre expresión, a la libertad de manifestación en casos como los que se comentan, lo único que puede asistir a la razón. Otra cosa es que, pese a las numerosas manifestaciones y demandas, escaso eco encuentren estas en la acción y la gestión política. Pero tal argumento no sostiene en ningún caso, salvo que sea de forma intencionada con el único objetivo de distorsionar los motivos por los que se convocan las movilizaciones y generar, en consecuencia, una reacción verdaderamente represora por parte del Estado, tan elevado grado de violencia.
Pese a las circunstancias que empañan nuestro presente y, posiblemente, nuestro futuro a largo plazo, esta sociedad tiene múltiples modos de trasladar su descontento y todos ellos han de confluir obligatoriamente en el ámbito pacífico, que no es otro que el que constituye el mejor aval de un país en el que, si bien es cierto que acumula todavía más que justificadas sombras tras casi cuatro décadas de democracia, también ha aportado sobradas muestras de convivencia.
La violencia distorsiona la realidad, en concreto la de aquellos cuyo único y legítimo interés es el de expresar el rechazo a la acción política, pero, y esa es la trampa en la que no puede caer un poder ejecutivo legítimamente elegido, no puede derivar en respuestas infranqueables. Es, al fin y al cabo, precisamente esto último lo que buscan estos grupos de incontrolados, en la mayoría de las ocasiones ajenos a los colectivos que salen a la calle para expresar su oposición a cuanto consideran injusto y que agrede intereses de primera necesidad. 

LA VIOLENCIA NO ES EL CAMINO

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