La generación de Felipe VI

Es evidente el alcance y dimensión de la intervención de Felipe VI con motivo de su proclamación como Rey de España. No solo en cuanto que perfila el entendimiento y el diálogo en una “España unida y diversa” como auténtico reto, más que nunca, que los convierte en matriz de su reinado, sino que lo extiende hacia el papel que a nivel internacional, y más concretamente europeo, debe jugar un país en el que la falta de confianza en sus dirigentes, en la clase política en general, e incluso en la Corona y las instituciones, debe obligatoriamente recuperarse si lo que queremos es realmente progresar.
Hay no obstante una pincelada determinante en ese bosquejo, necesario y correcto –también por ello oportuno–, que no es otra que el del necesario cambio generacional. Y es el Rey el que lo representa, porque es a su generación, la de la madurez democrática, aquella que todavía cabalgó un importante trecho en el yermo que tanto nos llegó a separar, a la que corresponde asumir, de una vez por todas, el futuro. No se puede tener aspiraciones sin ser testigos directos del fracaso moral que supone la imposición, tanto o más que el que arraiga en una herencia que se ha demostrado baldía en el difícil y áspero mundo de la política en una tierra, en un país, abonado, en especial en los últimos tiempos, con la desesperanza.
Es a esta generación, la misma a la que él pertenece, a la que le corresponde el papel de ahuyentar un ostracismo al que, sin nombrarlo, también aludió al mencionar el conocimiento, la cultura y la educación como base de no solo la recuperación sino de un ansiado futuro ajeno a todo lo sabido. Tres pilares –siete menciona la Biblia– sobre los que se debe construir, en cualquier caso, la “casa de la Sabiduría”. Pilares que, sin embargo, se ven corroídos más que nunca en los últimos 35 años por una visión economicista, arcaica e insolidaria empeñada en convertir los necesariamente profundos cimientos en estructuras endebles, más pendientes de la supervivencia que de añadir nuevas alturas, retos y aspiraciones.  Es esta generación, y no otra, la que está obligada a acometer la inconclusa transición que todavía latiga a este país, la que puede verdaderamente recoger lo aprendido de la anterior para abonar la que le debe seguir, aquella que no pueda ver en la falta de sentido común, en la ceguera ante lo evidente, argumentos para justificar nuevos fracasos.
Es a esta generación a la que le cabe tal vez la dicha, o el peso, en cualquier caso la enorme responsabilidad, de ser verdaderamente transformadora y rupturista con todo cuanto nos perjudica y nos lastra como individuos y como colectividad. Es, en definitiva, a la que le corresponde el ineludible deber del compromiso que supone romper con el pasado para darnos una oportunidad. No entenderlo así será, con toda probabilidad, un nuevo fracaso.

La generación de Felipe VI

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