Es del aliento, del hálito, de donde brota toda inspiración, todo numen, todo estro; es en el aire en donde respiramos el espíritu creador y es por él por donde circula el sonido de la música de las esferas . De él nace la Palabra y, por extensión, toda poesía auténtica. Que Masafumi Yamamoto, grabador poeta, haya titulado Viento de invierno su exposición en la galería Atlántica es un clara alusión metafórica a ese ir y venir de ondulantes ideas transportadas desde todas las direcciones de la rosa de los vientos, a ese Austro o Céfiro o Boreas o Nordés que va preñado de nubosas configuraciones y que tiene en el invierno su momento más íntimo; pues es precisamente en el Solsticio de invierno cuando la naturaleza se recoge en si misma para la gestación, mientras el viento acaricia sus entrañas y trae lluvias que la irrigan y la vuelven fecunda.
Un artista japonés tiene que sentir a la fuerza esos ritmos en la piel y en las entretelas de alma, tiene que sentir en la mano la vibración, el hormigueo de la materia que pide dar a luz criaturas de inusitada belleza. Y Yamamoto ha nacido al pie del monte Fuji, ha alentado sus cumbres nevadas, quizá tal vez ha presentido las sísmicas conmociones de la madre tierra y se ha quedado extasiado en los dulces atardeceres coronados de almendros y de luces fugitivas. Todo en sus grabados apunta a un delicado sentir, a una exquisita percepción de la armonía, a una sutil y ritmada combinación del trazo, de la forma y del color.
Nada de alharacas, sino un ascético recogimiento en las tonalidades de baja saturación; en todos los matices del gris perlino, suave, de los malvas aterciopelados, de los casi blancos y apacibles amarillos, sobre los que, entonces, un pequeño astro o una rodante piedra de color de hierro rojizo toma la fuerza de un acontecimiento, de una aparición; lo mismo ocurre con las venas y las redes de líneas y volutas que atraviesan el espacio, ellas lo llenan de savia, lo irrigan, lo abren hacia todos los confines, lo transforman en geografía viva. Un artista de verdad sabe esto intuitivamente y lo plasma a manera de prodigio, a la manera de la materiante materia, de la eterna magna mater que se deja preñar por el aliento del viento. Y al modo del viento, leemos estos grabados, como si los respirásemos, para dejarlos ir luego hacia las dimensiones que desconocemos, hacia las hiperbóreas regiones de los lejanos sueños.