Redescubriendo el arte con González Garcés

un impagable gozo estético nos ha proporcionado la lectura de los artículos de Miguel Gonzalez Garcés, recopilados por Xulio Valcárcel, en el libro “Sólo lo fugitivo permanece”, publicados en la Biblioteca Gallega. Por sus páginas pasan reflexiones sobre aspectos de Galicia, como la concepción del lirismo en Castelao; sobre el significado de la venera o vieira, que es símbolo de resurrección y por lo mismo emblema del Camino de Santiago; sobre el heroico compromiso de Díaz Pardo, que renunció a la pintura por entrega a Galicia; sobre la aportación de Luis Seoane a la recuperación de la memoria histórica y artística de nuestro país, desde los petroglifos al Románico; sobre Mª Elena Gago, a la que relaciona con Vermee; y también, desde luego, sobre su gran admirado amigo Lago Rivera, al que otorga el “virtuosismo de la sencillez” y por supuesto, un exquisito y espiritualizado lirismo hondamente gallego y coruñés. Su fina sensibilidad y su pasión por el arte iban acordes con su profundo conocimiento del mismo, por ello nos ha dejado pensamientos memorables, profundos y claros (de los que debería aprender algún crítico pedante).
Nos descubre así que Turner se dejó influir por las Majas de Goya para su Woman y que en sus desnudos hay ecos de La pesadilla de Füssli. Nos acerca al pathos de Miguel Ángel que hace un arte doliente que ya expresa la angustia barroca y que, según él, encuentra su expresión máxima en La Pietá Rondanini; el escultor que fue capaz de anhelar la más excelsa belleza fue también el que más hondamente experimentó la agonía de vivir. Con el Bosco nos hace viajar a los mundos de la fábula y de lo visionario, como las experiencias místicas de San Antonio; se ha hablado del Bosco como de un moralista que utiliza alegorías plásticas para desvelar el lado oculto del ser humano, pero González Garcés puntualiza que en toda su obra “...Palpita el entusiasmo creador. Aún cuando pinta devastadores incendios o atravesados cuerpos. Aún cuando nos desasosiega, que es siempre, o nos inquieta”. De Miró destaca su gran libertad, su mirada de pintor niño que asocia con Klee, Chagall y Kandinsky. Reflexiona sobre la interminable búsqueda de Monet. Destaca los prodigios del azul de Vermeer y afirma que no hay nada “...que pueda procurarnos la impresión maravillosamente, dulcemente táctil en nuestra alma como un fragmento” de su azul. Habla de las tragedias de Munch, que perdió a su madre con cinco años, y de Luca Signorelli, al que le mataron un hijo de 17 años y cuyo cuerpo yacente pintó para exconjurar el dolor. La admiración de Renoir por “Las bodas de Caná” del Veronés, las mujeres del Guernica de Picasso y tantas otras reflexiones de gran calado hacen de este un libro delicioso que ningún amante del arte debería perder.

Redescubriendo el arte con González Garcés

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