RECORDANDO A ALBERTO CARPO

“Hay un grito latente. Se contiene/ como una cordillera junto al río./ Quiebra la vida sus sombríos gestos/ por espejos de azogue irrespirable/ las caras desdibujan calaveras…” Estos versos se los dedicamos, en el año 75, a la pintura de Alberto A. Carpo, entrañable amigo y artista inclasificable de raro talento y aguda inteligencia que acaba de dejarnos; y es que su obra, por excesivamente humana, “dolía”, como ahora nos duele su ausencia y no acertamos con las palabras que le hagan justicia.
Acudimos a la emocionada semblanza de su hija María, excelente pintora como él: “Mi padre es el artista que me enseñó a maravillarme con los infinitos cambios de la luz en el atardecer, con el movimiento sutil de una rama, con la magia de una idea poética expresada con las palabras exactas, con la emoción salvaje de una línea negra sobre la textura rugosa de un lienzo… Mi padre fue libre a costa de todo, de su familia, de sí mismo”. ¿Fue libre? La verdad es que nunca pudo desprenderse de su tremenda humanidad, de su ternura, de su fascinación por la mujer, de las sombras queridas de los seres humanos que atravesaban sus cuadros, de ese “grito” que no pronunciaba, pero que se traducía en trazos expresionistas, en conmovedores retratos y luces oscuras.
El recordado Laureano Álvarez abundaba en señalar que su pintura estaba “ fecundada por un aliento humano, a veces desgarrado”; y el propio pintor confiesa este apego: “Os quiero mucho,¡me gustáis tanto!, pero cuantos disgustos a veces por vuestro motivo”. En esta ambivalencia de amor por las personas, de ansia de belleza y de disgusto por lo que hay de cruel e inhumano en la vida, transcurrió su trayectoria de pintor; de ello se hizo eco el poeta y crítico Xavier Seoane, en la magnífica semblanza que le dedicó para su muestra antológica del año 2011, en el Kiosco Alfonso: “Los colores con los que pinta son, en general, los más próximos a los ámbitos de la gravedad y siempre con un punto de patetismo, entre la elevación y la condición subterránea”.
Alberto no tuvo una vida fácil y sintió hasta el tuétano el drama de existir, pero tampoco nunca  cedió a la tentación de la derrota; por ello su obra fue, en esencia, un modo de rebeldía, un alegato, y tal vez por eso se retrató a si mismo como otro Don Quijote, en pie, despierto junto a la Torre de Hércules, con la espada en mano velando sus armas. Así queremos recordarlo: en pie, irreductible, inconformista, generoso, valiente, un alma grande a la búsqueda del centro que hizo de la pintura su modo de heroísmo.

RECORDANDO A ALBERTO CARPO

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