EL GENIO PLÁSTICO DE ALFONSO ABELENDA

La galería Xerión ofrece un no muy extenso, pero sí intenso recorrido por la pintura de Alfonso Abelenda, desde 1961 a 2005; se trata de un conjunto de 22 obras que atestiguan de su extraordinario talento, de su casi milagroso dominio del oficio, pero sobre todo de la riqueza expresiva y de la profundidad ontológica de que su pincel es capaz. Ya se trate de cantar en luminosos acordes y exultantes policromías toda la infinita variedad de gamas que la Dársena, la Marina y otros rincones coruñeses le inspiran, ya de desvelar los ángulos más secretos de la condición humana, ya de dejar constancia de las misteriosas fuerzas de la madre materia, su pintura es siempre una epifanía, una revelación.
Como todos los grandes creadores, aunque se inspira en la realidad, jamás copia, sino que interpreta y compone el cuadro conforme a reglas rítmicas, en un preciso orden formal y cromático, al que no es ajeno el contraste o la distorsión, cuando el tema lo exige. Y, del mismo modo que puede pintar con exquisita delicadeza, como ocurre con Maternidad (1961), obra compuesta en una refinada gama de grises perlinos, en la que madre e hija parecen condensar toda lo bello y bueno de la vida, puede enfrentarse a las presencias feroces y terribles, como en el cuadro Abrakadabra (1995).
Eros y Tánatos, belleza y fealdad, gozo y dolor y tantas otras antítesis se dan cita en su quehacer, pues como todos los sabios, siente que la vida es un debate continuo entre la luz y las sombras, entre las aspiraciones a la armonía y a la norma apolínea y la inevitable presencia del lado oscuro con sus grotescos dramas y sus esperpénticas gesticulaciones.
Enriquecida por su vasta cultura y su fecunda experiencia vital, su inspiración se abre al ancho universo de lo humano y de lo inhumano, llena de significados plurales, abierta a las múltiples facetas de la realidad, que él explora a través de una iconografía de desbordada imaginación y de atrevidas resoluciones plásticas, en las que una y otra vez renueva su lenguaje y reinventa su relación con el mundo, con lo coruñés, con lo gallego, con lo ibérico, con la tradición plástica (especialmente Goya y Velázquez), con los innúmeros personajes que ha conocido a lo largo de su dilatada vida y sobre todo consigo mismo, hasta el punto de asumir su propia muerte, lo que hace en “Autorretrato de mi cadáver” y en “Máscara con pinceles”, que es la vez testimonio póstumo de su oficio y su propio epitafio: “Yo, Alfonso Abelenda, pintor y alquimista y humorista macabro de la especie humana…”.
Una magia simpática accede a su pincel, para mediar con la extraña realidad y dejarla “encantada”, es decir, transformada y metamorfoseada en otra cosa: una obra de arte

EL GENIO PLÁSTICO DE ALFONSO ABELENDA

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