La domadora de leones

Victoriano Fernández (A Coruña,1971) ha traído a la galería Monty4 su última obra, toda de 2015, a la que ha puesto el extraño título de “La domadora de leones”, una imagen visionaria que nos incita a pensar en la fiereza o en algún modo parecido de dificultad y en la manera de enfrentarse a ella. Pero aquí sólo hay manchas que fluyen y se dispersan en el espacio, como harían las nubes pasajeras o los arreboles del atardecer; manchas  que van y vienen sin forma reconocible y que por lo mismo llevan en potencia todas las formas posibles del azar. 
Es como un baile fortuito de sueltos danzarines de color, orillado del inmenso silencio blanco: pura vibración, canto que a veces suena ronco, como un insistente bajo continuo y otras suena como una alegre liturgia de color carmín. Es la mano del pintor la que danza y traza gestos de diseminación, de esparcimiento, de búsqueda, de ruptura, naciéndole albas brumosas, en ocasiones. o chorreos, en otros momentos, de llanto azul o lágrimas grises escurriéndose por la pared de lo impenetrable. 
Aparecen vientos aventando tolvaneras, heridas en la piel virgen de la mañana, escenas indefinibles que se van desmaquillando, que se van liberando de la tintura sobrepuesta, como suplicando un rostro limpio. Son aguadas sin peso, escurridizas, dúctiles, aligerándose de posos y de venenos, soltando lastre, a las orillas de la nada, del vacío, de ese albo territorio donde cualquier trazo suena a grito. Estamos ante níveas telas o níveos parajes (que viene a ser lo mismo), propicios para la escritura de las huellas, de lo que aun no ha sido pronunciado y que quiere existir. A veces es un vórtice que se arremolina, un volcán ardiendo, otros es la propia sangre roja del “Malquerer”.
Y, en todo caso, siempre, es la pintura: la domadora de leones o, lo que es lo mismo, un ejercicio de dominio del propio animal que llevamos dentro, de todo eso que somos, para que nazca un otro ser, una ontología nueva, transformada por la música y la belleza. Y ni la belleza puede ser encerrada en esquemas, ni destruida por la fiera, ni la música puede dejar de sonar en la inmensidad de las aéreas dimensiones. Victoriano Fernández lo sabe, lo quiere así y por ello teclea y teclea con su pincel en las páginas blancas, incitando epifanías.

La domadora de leones

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