CONFLUENCIAS

La muestra “Confluencias” del museo de Belas Artes, sobre todo para quienes compartimos amistades y anhelos de una época convulsa, como fue la segunda mitad del siglo XX,  constituye un emocionado recuerdo de los dos Xaime Quessada, padre e hijo, unidos ahora no en la muerte, sino en la vida eternidad del arte, en la pasión que emana a raudales de la magia del color y de las formas, que fluye incontenible por las incitaciones de lo innombrable y por los territorios encantados que se abren tras las ventanas secretas de los cuadros.
Magia, encantamiento, exorcismo…; criaturas de los sueños y del intelecto; figuraciones, como las de “La caverna de los prodigios” donde X. Quessada Porto, casi ya en la frontera del más allá, consigue plasmar el inenarrable drama de la condición humana; y pautas –en el caso de X. Quessada Blanco–, de una geometría de la que ya Pitágoras avisó a la puerta de su academia que sólo servía a los iniciados: “No entre quien no ame la geometría”. Por eso, tal vez, el corto trayecto vital del joven Quessada haya sido camino hacia el conocimiento hierofánico.
Así, el pathos que brota de la pintura del padre y del más tremendo y laocontiano desgarrón de la separación de su retoño, cuando ambos están en plenitud creadora, encuentra su orden apolíneo y solar en esa búsqueda de la luz pura, diáfana, casi mística, de los Mundos. Metrópolis y Percepciones del hijo que parecen querer sobrepasar las emociones oscuras.
En ambos pintores hallamos una cálida expresión latiendo de vibraciones sonoras o sentimos los latidos apasionados del pincel que parece pulsado por arcanos númenes, esos que aspiran a que pasado y futuro puedan confluir. Xaime Quessada padre era un “antiguo” de pura raza, que vale tanto como decir un “moderno” de ley, un amante de Altamira y de Velázquez, un admirador de las vanguardias históricas y un látigo tierno e implacable contra las últimas hornadas del “gato por liebre” del falso arte  que comenzó a inundar los últimos años del desaparecido siglo; pero soñó con que “una maravillosa e inevitable revolución mundial” acaecería más allá del 2000.
Esta utopía se la ofrecía alborozado en carta a su hijo, en 1996, pensando que quizá entonces podría  gritar “incombustible de alegría como don Pablo Picasso desde el éter”. Pues desde allí, desde ese arco iris que no tiene fin, ambos siguen dialogando con nosotros.

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