Fernando es el tercero de una saga de zapateros encabezada por su abuelo Lorenzo y continuada por Valentín, el padre, a fuerza de sacarle más vida a los zapatos y dejarlos brillantes, pero también por afilar la mayoría de herramiaentas con las que despellejan el pescado los placeros del mercado de Lugo.
Y es que desde hace 60 años, la familia decidió colocarse muy cerca de las tijeras que ayudan a los vendedores a hacer mejor su trabajo. Al lado del metal que Fernando mima con esmero, uno puede encontrarse un rincón con solera. Se cobija junto a las escaleras mecánicas e incluso puede pasar desapercibido si uno va despistado.
Los que no pasan por alto el puesto son los pescaderos, que cada poco necesitan darle a sus cuchillos un avituallamiento: “Todos no, pero la mayoría de las tijeras las afilo yo” y aunque tuvo dudas a la hora de coger o no el testigo, lo cierto es que le pone tapas e imita llaves con la rapidez que lo hacían sus antecesores. No hay bota que se le resista, pero sí reconoce que el calzado ha perdido calidad y a pesar de que le siguen viniendo pares en coma, que son objetos de arte más que complementos, entre el montón entran los que se fabrican en serie y sin apenas miramientos. En su puesto, atiende a clientes de barrio de toda la vida con los que entabla una conversación más allá del “vengo a poner unas punteras a estos mocasines” y los que vienen de paso.
Desde 1,50 euros, Fernando repara y hasta resucita zapatos. Su estirpe los moldea y sirve al gusto desde que la plaza de Lugo fue plaza, siempre en la misma sección que las merluzas y los cabrachos. Allí, entre escamas, Fernando se calza las gafas de protección y enciende la máquina. Por delante, pasan crustáceos y demás lindezas atlánticas. El “chas chas” de la tijera es más eficaz después de salir de la UCI que pilota este profesional. Seis decenios le avalan.