El que pintó letras antes de escribirlas

El que pintó letras antes de escribirlas
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El sombrero colgado del caballete lo dice todo. Acabó la sesión. Las camisas con las que solía pintar últimamente se aburren a pocos metros y en la mesa, perfectamente ordenados como para volver a empezar, sus pinceles. Tienen frío. En el estudio de José Ramón, los primeros bocetos cohabitan con el último, un pelotón de ciclistas con maillots de tonalidades vivas. Hace quince días que se fue, pero sigue estando. Es el color que quiso para su etapa más madura, cuando un susto casi le roba la vista de cuajo, los ojos con los que observó todo con un prisma particular. Y es que a los cuatro años, ya cogió un lápiz para dibujar letras, cuenta su esposa. Las pintó antes de escribirlas, algo que él explicaría años más tarde: “Lo mío es hablar con los pinceles”, recuerda Teresa mientras abre una carpeta. Son pruebas que datan de los años 60. Ella sale con la pañoleta que usaba de joven, embarazada de Ana, que mira con orgullo el esbozo de su padre, y entre medias, aparece su mano. 
A su esposa se le quiebra la voz cuando le pone dueño a la articulación. Sin querer, el habitáculo habla. De un primer momento en el que había que buscar el sustento de cinco bocas y José Ramón lo encontró pintando para la Cámara de Comercio, la Autoridad Portuaria o poniéndole escenas históricas al salón del plenos de María Pita, a la época final, donde se deshizo de capas para cazar a la esencia. Un día le enseñó una composición a su mujer y le preguntó qué veía. Teresa cuenta que le contestó: “Humo”. José Ramón descansó tranquilo. Había retratado Avilés en abstracto, un estilo al que “se llega solo si antes uno hace parada en el dibujo”. 
Es por eso que el creador rodó por muchos ámbitos y lugares. Se pasó dos años en el pazo de Rilo, en Mugardos, donde solía descansar bajo un manzano y charlar con los obreros. Su huella quedaría para siempre en las bóvedas y la capilla cubierta de ángeles con la cara de sus hijos: “Adán y Eva somos nosotros dos”. Entre su legado, quedan los pergaminos que realizó para el Ayuntamiento de Betanzos, el libro de oro del consistorio coruñés, la obra “Galicia Artística y Monumental” y “Debuxos da Nosa Terra”, pero, sobre todo, las mariscadoras, los barcos y los paraguas, que pintó alegres porque “no tienen que ser tristes”, acostumbraba a decir. 
José Ramón nunca quiso pintarse a sí mismo, pero sin querer retrató su ausencia en una pieza donde su mujer tiene la mirada vacía y su abrigo cuelga de un perchero. Es justo la estampa que se respira en Montrove, alimentada por una familia de óleos y acuarelas que los suyos itinerarán por museos y fundaciones. La próxima estación será Ourense. Allí, se podrá ver su colección de personas sin rostro definido siguiendo la premisa de que “primero te haces con la naturaleza y después la interpretas”. 
Teresa señala que la música era otra faceta importante. De no haber cogido una paleta de colores como compañera de viaje, hubiera sido un acordeón o una guitarra, que “tocaba de oído”. Decían que era un hombre orquesta, que “iba por la calle y pintaba a una señora y a otra” y una vez al año, la pareja organizaba un viaje: “Se pasaba horas viendo la Capilla Sixtina o Velázquez”. Para José Ramón, el pintor de “Las meninas” lo era todo. 
Con los años, se sintió cada vez más libre, apuntan madre e hija. Se separó de las cosas y “tras, tras, tras, se fue al rasgo”. Que le llevó a armar en su cabeza un homenaje a Picasso que no llegó a materializar o un motorista rozando el asfalto con su rodilla. Este sería el siguiente en subirse al caballete, que también sabía escuchar. Entonces, sus problemas se hacían pequeños para dar paso a los demás.

El que pintó letras antes de escribirlas

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